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RICARDO PALMA
TRADICIONES PERUANAS
INDICE
Los duendes del Cuzco
Los polvos de la condesa
El justicia mayor de Laycacota
Racimo de horca
Amor de madre
Lucas el sacrílego
Rudamente, pulidamente, mañosamente
El resucitado
El corregidor de Tinta
La gatita de Mari-Ramos que halaga con la cola y araña con las manos
¡A la cárcel todo Cristo!
Nadie se muere hasta que Dios quiere
El fraile y la monja del Callao
Por beber una copa de oro
Una excomunión famosa
Aceituna, una
Oficiosidad no agradecida
El alma de fray Venancio
La trenza de sus cabellos
De asta y rejón
Los argumentos del corregidor
La niña del antojo
La llorona del Viernes Santo
¡A nadar, peces!
Conversión de un libertino
El Rey del Monte
Tres cuestiones históricas sobre Pizarro
TRADICIONES PERUANAS
LOS DUENDES DEL CUZCO
CRÓNICA QUE TRATA DE CÓMO EL VIRREY POETA ENTENDÍA LA JUSTICIA
Esta tradición no tiene otra fuente de autoridad que el relato del
pueblo. Todos la conocen en el Cuzco tal como hoy la presento. Ningún
cronista hace mención de ella, y sólo en un manuscrito de rápidas
apuntaciones, que abarca desde la época del virrey marqués de Salinas
hasta la del duque de la Palata, encuentro las siguientes líneas:
«En este tiempo del gobierno del príncipe de Squillace, murió malamente
en el Cuzco, a manos del diablo, el almirante de Castilla, conocido por
el descomulgado».
Como se ve, muy poca luz proporcionan estas líneas, y me afirman que en
los _Anales del Cuzco_, que posee inéditos el señor obispo de Ochoa,
tampoco se avanza más, sino que el misterioso suceso está colocado en
época diversa a la que yo le asigno.
Y he tenido en cuenta para preferir los tiempos de don Francisco de
Borja; y Aragón, no sólo la apuntación ya citada, sino la especialísima
circunstancia de que, conocido el carácter del virrey poeta, son propias
de él las espirituales palabras con que termina esta leyenda.
Hechas las salvedades anteriores, en descargo de mi conciencia de
cronista, pongo punto redondo y entro en materia.
I
Don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache y conde de
Mayalde, natural de Madrid y caballero de las Ordenes de Santiago y
Montesa, contaba treinta y dos años cuando Felipe III, que lo estimaba,
en mucho, le nombró virrey del Perú. Los cortesanos criticaron el
nombramiento, porque don Francisco sólo se había ocupado hasta entonces
en escribir versos, galanteos y desafíos. Pero Felipe III, a cuyo regio
oído, y contra la costumbre, llegaron las murmuraciones, dijo:--En
verdad que es el más joven de los virreyes que hasta hoy han ido a
Indias; pero en Esquilache hay cabeza, y más que cabeza brazo fuerte.
El monarca no se equivocó. El Perú estaba amagado por flotas
filibusteras: y por muy buen gobernante que hiciese don Juan de Mendoza
y Luna, marqués de Montesclaros, faltábale los bríos de la juventud.
Jorge Spitberg, con una escuadra holandesa, después de talar las costas
de Chile, se dirigió al Callao. La escuadra española le salió al
encuentro el 22 de julio de 1615, y después de cinco horas de reñido y
feroz combate frente a Cerro Azul o Cañete, se incendió la capitana, se
fueron a pique varias naves, y los piratas vencedores pasaron a cuchillo
a los prisioneros.
El virrey marqués de Montesclaros se constituyó en el Callao para
dirigir la resistencia, más por llenar el deber que porque tuviese la
esperanza de impedir, con los pocos y malos elementos de que disponía,
el desembarque de los piratas y el consiguiente saqueo de Lima. En la
ciudad de los Reyes dominaba un verdadero pánico; y las iglesias no sólo
se hallaban invadidas por débiles mujeres, sino por hombres que, lejos
de pensar en defender como bravos sus hogares, invocaban la protección
divina contra los herejes holandeses. El anciano y corajudo virrey
disponía escasamente de mil hombres en el Callao, y nótese que, según el
censo de 1614, el número de habitantes de Lima ascendía a 25.454.
Pero Spitberg se conformó con disparar algunos cañonazos que le fueron
débilmente contestados, e hizo rumbo para Paita. Peralta en su _Lima
fundada_, y el conde de la Granja, en su poema de _Santa Rosa_, traen
detalles sobre esos luctuosos días. El sentimiento cristiano atribuye la
retirada de los piratas a milagro que realizó la virgen limeña, que
murió dos años después, el 24 de agosto de 1617.
Según unos el 18 y según otros el 23 de diciembre de 1615, entró en Lima
el príncipe de Esquilache, habiendo salvado providencialmente, en la
travesía de Panamá al Callao, de caer en manos de los piratas.
El recibimiento de este virrey fué suntuoso, y el Cabildo no se paró en
gastos para darle esplendidez.
Su primera atención fué crear y fortificar el puerto, lo que mantuvo a
raya la audacia de los filibusteros hasta el gobierno de su sucesor, en
que el holandés Jacobo L'Heremite acometió su formidable empresa
pirática Descendiente del Papa Alejandro VI (Rodrigo Borgia) y de San
Francisco de Borja, duque de Gandía, el príncipe de Esquilache, como
años más tarde su sucesor y pariente el conde de Lemos, gobernó el Perú
bajo la influencia de los jesuítas.
Calmada la zozobra que inspiraban los amagos filibusteros, don Francisco
se contrajo al arreglo de la hacienda pública, dictó sabias ordenanzas
para los minerales de Potosí v Huancavelica, y en 20 de diciembre de
1619 erigió el tribunal del Consulado de Comercio.
Hombre de letras, creó el famoso colegio del Príncipe, para educación de
los hijos de caciques, y no permitió la representación de comedias ni
autos sacramentales que no hubieran pasado antes por su censura. «Deber
del que gobierna--decía--es ser solícito por que no se pervierta el
gusto».
La censura que ejercía el príncipe de Esquilache era puramente
literaria, y a fe que el juez no podía ser más autorizado. En la plévade
de poetas del siglo XVII, siglo que produjo a Cervantes, Calderón, Lope,
Quevedo, Tirso de Molina, Alarcón y Moreto, el príncipe de Esquilache es
uno de los más notables, si no por la grandeza de la idea, por la
lozanía y corrección de la forma. Sus composiciones sueltas y su poema
histórico _Nápoles recuperada_, bastan para darle lugar preeminente en
el español Parnaso.
No es menos notable como prosador castizo y elegante. En uno de los
volúmenes de la obra _Memorias de los virreyes_ se encuentra la
_Relación_ de su época de mando, escrito que entregó a la Audiencia para
que ésta lo pasase a su sucesor don Diego Fernández de Córdova, marqués
de Guadalcázar. La pureza de dicción y la claridad del pensamiento
resaltan en este trabajo, digno, en verdad, de juicio menos sintético.
Para dar una idea del culto que Esquilache rendía a las letras, nos será
suficiente apuntar que, en Lima, estableció una academia o _club_
literario, como hoy decimos, cuyas sesiones tenían lugar los sábados en
una de las salas de palacio. Según un escritor amigo mío y que cultivó
el ramo de crónicas, los asistentes no pasaban de doce, personajes los
más caracterizados en el foro, la milicia o la iglesia. «Allí asistía el
profundo teólogo y humanista don Pedro de Yarpe Montenegro, coronel de
ejército; don Baltasar de Laza y Rebolledo, oidor de la Real Audiencia;
don Luis de la Puente, abogado insigne; fray Baldomero Illescas,
religioso franciscano, gran conocedor de los clásicos griegos y latinos;
don Baltasar Moreyra, poeta, y otros cuyos nombres no han podido
atravesar los dos siglos y medio que nos separan de su época. El virrey
los recibía con exquisita urbanidad; y los bollos, bizcochos de garapiña
chocolate y sorbetes distraían las conferencias literarias de sus
convidados. Lástima que no se hubieran extendido actas de aquellas
sesiones, que seguramente serían preferibles a las de nuestros
Congresos».
Entre las agudezas del príncipe de Esquilache, cuentan que le dijo a un
sujeto muy cerrado de mollera, que leía mucho y ningún fruto sacaba de
la lectura:--Déjese de libros, amigo, y persuádase que el huevo mientras
más cocido, más duro.
Esquilache, al regresar a España en 1622, fué muy considerado del nuevo
monarca Felipe IV, y murió en 1658 en la coronada villa del oso y el
madroño.
Las armas de la casa de Borja eran un toro de gules en campo de oro,
bordura de sinople y ocho brezos de oro.
Presentado el virrey poeta, pasemos a la tradición popular.
II
Existe en la ciudad del Cuzco una soberbia casa conocida por la del
_Almirante_; y parece que el tal almirante tuvo tanto de marino, como
alguno que yo me sé y que sólo ha visto el mar en pintura. La verdad es
que el título era hereditario y pasaba de padres a hijos.
La casa era obra notabilísima. El acueducto y el tallado de los techos,
en uno de los cuales se halla modelado el busto del almirante que la
fabricó, llaman preferentemente la atención.
Que vivieron en el Cuzco cuatro almirantes, lo comprueba el árbol
genealógico que en 1861 presentó ante el Soberano Congreso del Perú el
señor don Sixto Laza, para que se le declarase legítimo y único
representante del Inca Huáscar, con derecho a una parte de las huaneras,
al ducado de Medina de Ríoseco, al marquesado de Oropesa y varias otras
gollerías. ¡Carillo iba a costarnos el gusto de tener príncipe en casa!
Pero conste, para cuando nos cansemos de la república, teórica o
práctica, y proclamemos, por variar de plato, la monarquía, absoluta o
constitucional, que todo puede suceder, Dios mediante y el trotecito
trajinero que llevamos.
Refiriéndose a ese árbol genealógico, el primer almirante fué don Manuel
de Castilla, el segundo don Cristóbal de Castilla Espinosa y Lugo, al
cual sucedió su hijo don Gabriel de Castilla Vázquez de Vargas, siendo
el cuarto y último don Juan de Castilla y González, cuya descendencia se
pierde en la rama femenina.
Cuéntase de los Castilla, para comprobar lo ensoberbecidos que vivían de
su alcurnia, que cuando rezaban el Avemaría usaban esta frase: _Santa
María, madre de Dios, parienta y señora nuestra, ruega por nos._
Las armas de los Castilla eran: escudo tronchado; el primer cuartel en
gules y castillo de oro aclarado de azur; el segundo en plata, con león
rampante de gules y banda de sinople con dos dragantes también de
sinople.
Aventurado sería determinar cuál de los cuatro es el héroe de la
tradición, y en esta incertidumbre puede el lector aplicar el mochuelo
a cualquiera, que de fijo no vendrá del otro barrio a querellarse de
calumnia.
El tal almirante era hombre de más humos que una chimenea, muy pagado de
sus pergaminos y más tieso que su almidonada gorguera. En el patio de la
casa ostentábase una magnífica fuente de piedra, a la que el vecindario
acudía para proveerse de agua, tomando al pie de la letra el refrán de
que agua y candela a nadie se niegan.
Pero una mañana se levantó su señoría con un humor de todos los diablos,
y dió orden a sus fámulos para que moliesen a palos a cualquier bicho de
la canalla que fuese osado a atravesar los umbrales en busca del
elemento refrigerador.
Una de las primeras que sufrió el castigo fué una pobre vieja, lo que
produjo algún escándalo en el pueblo.
Al otro día el hijo de ésta, que era un joven clérigo que servía la
parroquia de San Jerónimo, a pocas leguas del Cuzco, llegó a la ciudad y
se impuso del ultraje inferido a su anciana madre. Dirigióse
inmediatamente a casa del almirante; y el hombre de los pergaminos lo
llamó hijo de cabra y vela verde, y echó verbos y gerundios, sapos y
culebras por esa aristocrática boca, terminando por darle una soberana
paliza al sacerdote.
La excitación que causó el atentado fué inmensa. Las autoridades no se
atrevían a declararse abiertamente contra el magnate, y dieron tiempo al
tiempo, que a la postre todo lo calma. Pero la gente de iglesia y el
pueblo declararon excomulgado al orgulloso almirante.
El insultado clérigo, pocas horas después de recibido el agravio, se
dirigió a la Catedral y se puso de rodillas a orar ante la imagen de
Cristo, obsequiada a la ciudad por Carlos V. Terminada su oración, dejó
a los pies del Juez Supremo un memorial exponiendo su queja y demandando
la justicia de Dios, persuadido que no había de lograrla de los hombres.
Diz que volvió al templo al siguiente día, y recogió la querella
proveída con un decreto marginal de _Como se pide: se hará justicia._ Y
así pasaron tres meses, hasta que un día amaneció frente a la casa una
horca y pendiente de ella el cadáver del excomulgado, sin que nadie
alcanzara a descubrir los autores del crimen, por mucho que las
sospechas recayeran sobre el clérigo, quien supo, con numerosos
testimonios, _probar la coartada_.
En el proceso que se siguió declararon dos mujeres de la vecindad que
habían visto un grupo de hombres _cabezones y chiquirriticos,_ vulgo
duendes, preparando la horca; y que cuando ésta quedó alzada, llamaron
por tres veces a la puerta de la casa, la que se abrió al tercer
aldabonazo. Poco después el almirante, vestido de gala, salió en medio
de los duendes, que sin más ceremonia lo suspendieron como un racimo.
Con tales declaraciones la justicia se quedó a obscuras y no pudiendo
proceder contra los duendes, pensó que era cuerdo el sobreseimiento.
Si el pueblo cree como artículo de fe que los duendes dieron fin del
excomulgado almirante, no es un cronista el que ha de meterse en
atolladeros para convencerlo de lo contrario, por mucho que la gente
descreída de aquel tiempo murmurara por lo bajo que todo lo acontecido
era obra de los jesuítas, para acrecer la importancia y respeto debidos
al estado sacerdotal.
III
El intendente y los alcaldes del Cuzco dieron cuenta de todo al virrey,
quien después de oír leer el minucioso informe le dijo a su secretario:
--¡Pláceme el tema para un romance moruno! ¿Qué te parece de esto, mi
buen Estúñiga?
--Que vuecelencia debe echar una mónita a esos sandios golillas que no
han sabido hallar la pista de los fautores del crimen.
--Y entonces se pierde lo poético del sucedido--repuso el de Esquilache
sonriéndose.
--Verdad, señor; pero se habrá hecho justicia.
El virrey se quedó algunos segundos pensativo; y luego, levantándose de
su asiento, puso la mano sobre el hombro de su secretario:
--Amigo mío, lo hecho está bien hecho; y mejor andaría el mundo si, en
casos dados, no fuesen leguleyos trapisondistas y demás cuervos de
Temis, sino duendes, los que administrasen justicia. Y con esto, buenas
noches y que Dios y Santa María nos tengan en su santa guarda y nos
libren de duendes y remordimientos.
LOS POLVOS DE LA CONDESA
CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL DECIMOCUARTO VIRREY DEL PERÚ
_(Al doctor Ignacio La-Puente.)_
I
En una tarde de junio de 1631 las campanas todas de las iglesias de Lima
plañían fúnebres rogativas, y los monjes de las cuatro órdenes
religiosas que a la sazón existían, congregados en pleno coro, entonaban
salmos y preces.
Los habitantes de la tres veces coronada ciudad cruzaban por los sitios
en que, sesenta años después, el virrey conde de la Monclova debía
construir los portales de Escribanos y Botoneros, deteniéndose frente a
la puerta lateral de palacio.
En éste todo se volvía entradas y salidas de personajes, más o menos
caracterizados.
No se diría sino que acababa de dar fondo en el Callao un galeón con
importantísimas nuevas de España, ¡tanta era la agitación palaciega y
popular! o que, como en nuestros democráticos días, se estaba realizando
uno de aquellos golpes de teatro a que sabe dar pronto término la
justicia de cuerda y hoguera.
Los sucesos, como el agua, deben beberse en la fuente; y por esto, con
venia del capitán de arcabuceros que está de facción en la susodicha
puerta, penetraremos, lector, si te place mi compañía, en un recamarín
de palacio.
Hallábanse en él el excelentísimo señor don Luis Jerónimo Fernández de
Cabrera Bobadilla y Mendoza, conde de Chinchón, virrey de estos reinos
del Perú por S. M. don Felipe IV, y su íntimo amigo el marqués de
Corpa. Ambos estaban silenciosos y mirando con avidez hacia una puerta
de escape, la que al abrirse dió paso a un nuevo personaje.
Era éste un anciano. Vestía calzón de paño negro a media pierna, zapatos
de pana con hebillas de piedra, casaca y chaleco de terciopelo,
pendiendo de este último una gruesa cadena de plata con hermosísimos
sellos. Si añadimos que gastaba guantes de gamuza, habrá el lector
conocido el perfecto tipo de un esculapio de aquella época.
El doctor Juan de Vega, nativo de Cataluña y recién llegado al Perú, en
calidad de médico de la casa del virrey, era una de las lumbreras de la
ciencia que enseña a matar por medio de un _récipe_.
--¿Y bien, don Juan?--le interrogó el virrey, más con la mirada que con
la palabra.
--Señor, no hay esperanza. Sólo un milagro puede salvar a doña
Francisca.
Y don Juan se retiró con aire compungido.
Este corto diálogo basta para que el lector menos avisado conozca de qué
se trata.
El virrey había llegado a Lima en enero de 1639, y dos meses más tarde
su bellísima y joven esposa doña Francisca Henríquez de Ribera, a la que
había desembarcado en Paita para no exponerla a los azares de un
probable combate naval con los piratas. Algún tiempo después se sintió
la virreina atacada de esa fiebre periódica que se designa con el nombre
de terciana, y que era conocida por los Incas como endémica en el valle
de Rimac.
Sabido es que cuando, en 1378, Pachacutec envió un ejército de treinta
mil cuzqueños a la conquista de Pachacamac, perdió lo más florido de sus
tropas a estragos de la terciana. En los primeros siglos de la
dominación europea, los españoles que se avecindaban en Lima pagaban
también tributo a esta terrible enfermedad, de la que muchos sanaban sin
específico conocido, y a no pocos arrebataba el mal.
La condesa de Chinchón estaba desahuciada. La ciencia, por boca de su
oráculo don Juan de Vega, había fallado.
--¡Tan joven y tan bella!--decía a su amigo el desconsolado esposo--.
¡Pobre Francisca! ¿Quién te habría dicho que no volveríais a ver tu
cielo de Castilla ni los cármenes de Granada? ¡Dios mío! ¡Un milagro,
Señor, un milagro!...
--Se salvará la condesa, excelentísimo señor--contestó una voz en la
puerta de la habitación.
El virrey se volvió sorprendido. Era un sacerdote, un hijo de Ignacio de
Loyola, el que había pronunciado tan consoladoras palabras.
El conde de Chinchón se inclinó ante el jesuíta. Este continuó:
--Quiero ver a la virreina, tenga vuecencia fe, y Dios hará el resto.
El virrey condujo al sacerdote al lecho de la moribunda.
II
Suspendamos nuestra narración para trazar muy a la ligera el cuadro de
la época del gobierno de don Luis Jerónimo Fernández de Cabrera, hijo de
Madrid, comendador de Criptana entre los caballeros de Santiago, alcaide
del alcázar de Segovia, tesorero de Aragón, y cuarto conde de Chinchón,
que ejerció el mando desde el 14 de enero de 1629 hasta el 18 del mismo
mes de 1639.
Amenazado el Pacífico por los portugueses y por la flotilla del pirata
holandés _Pie de palo_, gran parte de la actividad del conde de Chinchón
se consagró a poner el Callao y la escuadra en actitud de defensa. Envió
además a Chile mil hombres contra los araucanos, y tres expediciones
contra algunas tribus de Puno, Tucumán y Paraguay.
Para sostener el caprichoso lujo de Felipe IV y sus cortesanos, tuvo la
América que contribuir con daño de su prosperidad. Hubo exceso de
impuestos y gabelas, que el comercio de Lima se vió forzado a soportar.
Data de entonces la decadencia de los minerales de Potosí y
Huancavelica, a la vez que el descubrimiento de las vetas de Bombón y
Caylloma.
Fué bajo el gobierno de este virrey cuando, en 1635, aconteció la famosa
quiebra del banquero Juan de la Cueva, en cuyo Banco--dice
Lorente--tenían suma confianza así los particulares como el Gobierno.
Esa quiebra se conmemoró, hasta hace poco, con la mojiganga llamada
_Juan de la Cova, coscoroba_.
El conde de Chinchón fué tan fanático como cumplía a un cristiano viejo.
Lo comprueban muchas de sus disposiciones. Ningún naviero podía recibir
pasajeros a bordo, si previamente no exhibía una cédula de constancia de
haber confesado y comulgado la víspera. Los soldados estaban también
obligados, bajo severas penas, a llenar cada año este precepto, y se
prohibió que en los días de Cuaresma se juntasen hombres y mujeres en un
mismo templo.
Como lo hemos escrito en nuestro _Anales de la Inquisición de Lima_, fué
ésta la época en que más víctimas sacrificó el implacable tribunal de la
fe. Bastaba ser portugués y tener fortuna para verse sepultado en las
mazmorras del Santo Oficio. En uno solo de los tres autos de fe a que
asistió el conde de Chinchón fueron quemados once judíos portugueses,
acaudalados comerciantes de Lima.
Hemos leído en el librejo del duque de Frías que, en la primera visita
de cárceles a que asistió el conde, se le hizo relación de una causa
seguida a un caballero de Quito, acusado de haber pretendido sublevarse
contra el monarca. De los autos dedujo el virrey que todo era calumnia,
y mandó poner en libertad al preso, autorizándolo para volver a Quito y
dándole seis meses de plazo para que sublevase el territorio;
entendiéndose que si no lo conseguía, pagarían los delatores las costas
del proceso y los perjuicios sufridos por el caballero.
¡Hábil manera de castigar envidiosos y denunciantes infames!
Alguna quisquilla debió tener su excelencia con las limeñas cuando en
dos ocasiones promulgó bando contra las _tapadas_; las que, forzoso es
decirlo, hicieron con ellos papillotas y tirabuzones. Legislar contra
las mujeres ha sido y será siempre sermón perdido.
Volvamos a la virreina, que dejamos moribunda en el lecho.
III
Un mes después se daba una gran fiesta en palacio en celebración del
restablecimiento de doña Francisca.
La virtud febrífuga de la cascarilla quedaba descubierta.
Atacado de fiebres un indio de Loja llamado Pedro de Leyva bebió, para
calmar los ardores de la sed, del agua de un remanso, en cuyas orillas
crecían algunos árboles de _quina_. Salvado así, hizo la experiencia de
dar de beber a otros enfermos del mismo mal cántaros de agua, en los que
depositaba raíces de cascarilla. Con su descubrimiento vino a Lima y lo
comunicó a un jesuíta, el que, realizando la feliz curación de la
virreina, prestó a la humanidad mayor servicio que el fraile que inventó
la pólvora.
Los jesuítas guardaron por algunos años el secreto, y a ellos acudía
todo el que era atacado de terciana. Por eso, durante mucho tiempo, los
polvos de la corteza de quina se conocieron con el nombre de _polvos de
los jesuítas_.
El doctor Scrivener dice que un médico inglés, Mr. Talbot, curó con la
quinina al príncipe de Condé, al delfín, a Colbert y otros personajes,
vendiendo el secreto al gobierno francés por una suma considerable y una
pensión vitalicia.
Linneo, tributando en ello un homenaje a la virreina condesa de
Chinchón, señala a la quina el nombre que hoy le da la ciencia:
_Chinchona_.
Mendiburu dice que, al principio, encontró el uso de la quina fuerte
oposición en Europa, y que en Salamanca se sostuvo que caía en pecado
mortal el médico que la recetaba, pues sus virtudes eran debidas a pacto
de dos peruanos con el diablo.
En cuanto al pueblo de Lima, hasta hace pocos años conocía los polvos de
la corteza de este árbol maravilloso con el nombre de _polvos de la
condesa_.[1]
[Nota 1: La primera esposa del conde de Chinchón llamóse doña Ana de
Osorio, y por muchos se ha creído que fué ella la salvada por las
virtudes de la quina. Un interesante estudio histórico publicado por don
Félix Cipriano Zegarra en la _Revista Peruana_, en 1879, nos ha
convencido de que la virreina que estuvo en Lima se llamó doña Francisca
Henríquez de Ribera. Rectificamos, pues, con esta nota la grave
equivocación en que habíamos incurrido.]
EL JUSTICIA MAYOR DE LAYCACOTA
CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL DÉCIMONONO VIRREY DEL PERÚ
_(Al doctor don José Mariano Jiménez.)_
I
En una serena tarde de marzo del año del Señor de 1665, hallábase
reunida a la puerta de su choza una familia de indios. Componíase ésta
de una anciana que se decía descendiente del gran general Ollantay, dos
hijas, Carmen y Teresa, y un mancebo llamado Tomás.
La choza estaba situada a la falda del cerro de Laycacota. Ella con
quince o veinte más constituían lo que se llama una aldea de cien
habitantes.
Mientras las muchachas se entretenían en hilar, la madre contaba al
hijo, por la milésima vez, la tradición de su familia. Esta no es un
secreto, y bien puedo darla a conocer a mis lectores, que la hallarán
relatada con extensos y curiosos pormenores en el importante libro que
con el título _Anales del Cuzco_, publicó mi ilustrado amigo y compañero
de Congreso don Pío Benigno Mesa.
He aquí la tradición sobre Ollantay:
Bajo el imperio del Inca Pachacutec, noveno soberano del Cuzco, era
Ollantay, curaca de Ollantaytambo, el generalísimo de los ejércitos.
Amante correspondido de una de las _ñustas_ o infantas, solicitó de
Pachacutec, y como recompensa a importantes servicios, que le acordase
la mano de la joven. Rechazada su pretensión por el orgulloso monarca,
cuya sangre, según las leyes del imperio, no podía mezclarse con la de
una familia que no descendiese directamente de Mango Capac, el
enamorado cacique desapareció una noche del Cuzco, robándose a su
querida Cusicoyllor.
Durante cinco años fué imposible al Inca vencer al rebelde vasallo, que
se mantuvo en armas en las fortalezas de Ollantaytambo, cuyas ruinas son
hoy la admiración del viajero. Pero Rumiñahui, otro de los generales de
Pachacutec, en secreta entrevista con su rey, lo convenció de que, más
que a la fuerza, era preciso recurrir a la maña y a la traición para
sujetar a Ollantay. El plan acordado fué poner preso a Rumiñahui, con el
pretexto de que había violado el santuario de las vírgenes del Sol.
Según lo pactado, se le degradó y azotó en la plaza pública para que,
envilecido así, huyese del Cuzco y fuese a ofrecer sus servicios a
Ollantay, que viendo en él una ilustre víctima a la vez que un general
de prestigio, no podría menos que dispensarle entera confianza. Todo se
realizó como inicuamente estaba previsto, y la fortaleza fué entregada
por el infame Rumiñahui, mandando el Inca decapitar a los
prisioneros[2].
[Nota 2: Sobre este argumento, el cura de Tinta don Antonio Valdés
escribió por los años de 1780 un drama en lengua quechua, el cual se
representó en presencia del rebelde Inca Tupac-Amaru.
Tschudi, Markham, Nadal, Barrancas y muchos americanistas se empeñaron
en sostener que el drama _Ollanta_ había sido compuesto en los tiempos
incásicos, y que era, por consiguiente, un monumento literario anterior
a la conquista. Traducido en verso por un poeta peruano, Constantino
Carrasco, publicó el autor de estas _Tradiciones_ un ligero juicio
crítico, en el que se atrevió a apuntar (alegando muy al correr de la
pluma varias razones en apoyo de su opinión) que el _Ollanta_ era ni más
ni menos que comedia española, de las de capa y espada, escrita en voces
quechuas: y que, aunque lo diga Garcilaso, que no pocos embustes estampó
en los _Comentarios reales_, los antiguos peruanos estuvieron muy lejos
de cultivar la literatura dramática. Tanto osamos escribir, y se nos
vino la casa a cuestas... Hasta de mal patriota nos acusó un quechuista;
y un señor Pacheco Zegarra, entre otros cultos piropos, nos llamó
ignorante y charlatán. Con razones de ese fuste nos dimos por
convencidos de que habíamos estampado un disparate de a folio. Pero en
1881, el literato argentino don Bartolomé Mitre, en un serio y extenso
estudio, con gran acopio de pruebas y con sesuda argumentación, puso en
transparencia la filiación, genuinamente española, del drama _Ollanta_
en su forma, en su fondo y hasta en sus elementos lingüísticos.]
Un leal capitán salvó a Cusicoyllor y su tierna hija Imasumac, y se
estableció con ellas en la falda del Laycacota, en el sitio donde en
1669 debía erigirse la villa de San Carlos de Puno.
Concluía la anciana de referir a su hijo esta tradición, cuando se
presentó ante ella un hombre, apoyado en un bastón, cubierto el cuerpo
con un largo poncho de bayeta, y la cabeza por un ancho y viejo sombrero
de fieltro. El extranjero era un joven de veinticinco años, y a pesar de
la ruindad de su traje, su porte era distinguido, su rostro varonil y
simpático y su palabra graciosa y cortesana.
Dijo que era andaluz, y que su desventura lo traía a tal punto que se
hallaba sin pan ni hogar. Los vástagos de la hija de Pachacutec le
acordaron de buen grado la hospitalidad que demandaba.
Así transcurrieron pocos meses. La familia se ocupaba en la cría de
ganado y en el comercio de lanas, sirviéndola el huésped muy útilmente.
Pero la verdad era que el joven español se sentía apasionado de Carmen,
la mayor de las hijas de la anciana, y que ella no se daba por ofendida
con ser objeto de las amorosas ansias del mancebo.
Como el platonismo, en punto a terrenales afectos, no es eterno, llegó
un día en que el galán, cansado de conversar con las estrellas en la
soledad de sus noches, se espontaneó con la madre, y ésta, que había
aprendido a estimar al español, le dijo:
--Mi Carmen te llevará en dote una riqueza digna de la descendiente de
emperadores.
El novio no dio por el momento importancia a la frase; pero tres días
después de realizado el matrimonio, la anciana lo hizo levantarse de
madrugada y lo condujo a una bocamina, diciéndole:
--Aquí tienes la dote de tu esposa.
La hasta entonces ignorada, y después famosísima, mina de Laycacota fué
desde ese día propiedad de don José Salcedo, que tal era el nombre del
afortunado andaluz.
II
La opulencia de la mina y la generosidad de Salcedo y de su hermano don
Gaspar atrajeron, en breve, gran número de aventureros a Laycacota.
Oigamos a un historiador: «Había allí plata pura y metales, cuyo
beneficio dejaba tantos marcos como pesaba el cajón. En ciertos días se
sacaron centenares de miles de pesos».
Estas aseveraciones parecerían fabulosas si todos los historiadores no
estuvieran uniformes en ellas.
Cuando algún español, principalmente andaluz o castellano, solicitaba un
socorro de Salcedo, éste le regalaba lo que pudiese sacar de la mina en
determinado número de horas. El obsequio importaba casi siempre por lo
menos el valor de una barra, que representaba dos mil pesos.
Pronto los catalanes, gallegos y vizcaínos que residían en el mineral
entraron en disensiones con los andaluces, castellanos y criollos
favorecidos por los Salcedo. Se dieron batallas sangrientas con variado
éxito, hasta que el virrey don Diego de Benavides, conde de Santisteban,
encomendó al obispo de Arequipa, fray Juan de Almoguera, la pacificación
del mineral. Los partidarios de los Salcedo derrotaron a las tropas del
obispo, librando mal herido el corregidor Peredo.
En estos combates, hallándose los de Salcedo escasos de plomo, fundieron
balas de plata. No se dirá que no mataban lujosamente.
Así las cosas, aconteció en Lima la muerte de Santisteban, y la Real
Audiencia asumió el poder. El gobernador que ésta nombró para Laycacota,
viéndose sin fuerzas para hacer respetar su autoridad, entregó el mando
a don José Salcedo, que lo aceptó bajo el título de _justicia mayor_. La
Audiencia se declaró impotente y contemporizó con Salcedo, el cual,
recelando nuevos ataques de los vascongados, levantó y artilló una
fortaleza en el cerro.
En verdad que la Audiencia tenía por entonces mucho grave de que
ocuparse con los disturbios que promovía en Chile el gobernador Meneses
y con la tremenda y vasta conspiración del Inca Bohorques, descubierta
en Lima casi al estallar, y que condujo al caudillo y sus tenientes al
cadalso.
El orden se había por completo restablecido en Laycacota, y todos los
vecinos estaban contentos del buen gobierno y la caballerosidad del
justicia mayor.
Pero en 1667, la Audiencia tuvo que reconocer al nuevo virrey llegado de
España.
Era éste el conde Lemos, mozo de treinta y tres años, a quien, según los
historiadores, _sólo faltaba sotana para ser completo jesuíta_. En cerca
de cinco años de mando, brilló poco como administrador. Sus empresas se
limitaron a enviar, aunque sin éxito, una fuerte escuadra en persecución
del bucanero Morgán, que había incendiado Panamá, y a apresar en las
costas de Chile a Enrique Clerk. Un año después de su destrucción por
los bucaneros (1670), la antigua Panamá, fundada en 1518, se trasladó al
lugar donde hoy se encuentra. Dos voraces incendios, uno en febrero de
1737 y otro en marzo de 1756, convirtieron en cenizas dos terceras
partes de los edificios, entre los que algunos debieron ser
monumentales, a juzgar por las ruinas que aun llaman la atención del
viajero.
El virrey conde de Lemos se distinguió únicamente por su devoción. Con
frecuencia se le veía barriendo el piso de la iglesia de los
Desamparados, tocando en ella el órgano, y haciendo el oficio de cantar
en la solemne misa dominical, dándosele tres pepinillos de las
murmuraciones de la nobleza, que juzgaba tales actos indignos de un
grande de España.
Dispuso este virrey, bajo pena de cárcel y multa, que nadie pintase cruz
en sitio donde pudiera ser pisada; que todos se arrodillasen al toque de
oraciones; y escogió para padrino de uno de sus hijos al cocinero del
convento de San Francisco, que era un negro con un jeme de jeta y fama
de santidad.
Por cada individuo de los que ajusticiaba, mandaba celebrar treinta
misas; y consagró, por lo menos, tres horas diarias al rezo del oficio
parvo y del rosario, confesando y comulgando todas las mañanas, y
concurriendo al jubileo y a cuanta fiesta o distribución religiosa se
le anunciara.
Jamás se han vista en Lima procesiones tan espléndidas como las de
entonces; y Lorente, en su _Historia_, trae la descripción de una que se
trasladó desde palacio a los Desamparados, dando largo rodeo, una imagen
de María que el virrey había hecho traer expresamente desde Zaragoza.
Arco hubo en esa fiesta cuyo valor se estimó en más de doscientos mil
pesos, tal era la profusión de alhajas y piezas de oro y plata que lo
adornaban. La calle de Mercaderes lució por pavimento barras de plata,
que representaban más de dos millones de ducados. ¡Viva el lujo y quien
lo _trujo_!
El fanático don Pedro Antonio de Castro y Andrade, conde de Lemos,
marqués de Sarria y de Gátiva y duque de Taratifanco, que cifraba su
orgullo en descender de San Francisco de Borja, y que, a estar en sus
manos, como él decía, habría fundado en cada calle de Lima un colegio de
Jesuítas, apenas fué proclamado en Lima como representante de Carlos II
el _Hechizado_, se dirigió a Puno con gran aparato de fuerza y
aprehendió a Salcedo.
El justicia contaba con poderosos elementos para resistir; pero no quiso
hacerse reo de rebeldía a su rey y señor natural.
El virrey, según muchos historiadores, lo condujo preso, tratándolo
durante la marcha con extremado rigor. En breve tiempo quedó concluída
la causa, sentenciado Salcedo a muerte, y confiscados sus bienes en
provecho del real tesoro.
Como hemos dicho, los jesuítas dominaban al virrey. Jesuíta era su
confesor el padre Castillo, y jesuítas sus secretarios. Las crónicas de
aquellos tiempos acusan a los hijos de Loyola de haber contribuido
eficazmente al trágico fin del rico minero, que había prestado no pocos
servicios a la causa de la corona y enviado a España algunos millones
por el quinto de los provechos de la mina.
Cuando leyeron a Salcedo la sentencia, propuso al virrey que le
permitiese apelar a España, y que por el tiempo que transcurriese desde
la salida del navío hasta su regreso con la resolución de la corte de
Madrid, lo obsequiaría diariamente con una barra de plata.
Y téngase en cuenta no sólo que cada barra de plata se valorizaba en dos
mil duros, sino que el viaje del Callao a Cádiz no era realizable en
menos de seis meses.
La tentación era poderosa, y el conde de Lemos vaciló.
Pero los jesuítas le hicieron presente que mejor partido sacaría
ejecutando a Salcedo y confiscándole sus bienes.
El que más influyó en el ánimo de su excelencia fué el padre Francisco
del Castillo, jesuíta peruano que está en olor de santidad, el cual era
padrino de bautismo de don Salvador Fernández de Castro, marqués de
Almuña e hijo del virrey.
Salcedo fué ejecutado en el sitio llamado _Orcca-Pata_, a poca distancia
de Puno.
III
Cuando la esposa de Salcedo supo el terrible desenlace del proceso,
convocó a sus deudos y les dijo:
--Mis riquezas han traído mi desdicha. Los que las codician han dado
muerte afrentosa al hombre que Dios me deparó por compañero. Mirad cómo
le vengáis.
Tres días después la mina de Laycacota había _dado en agua_, y su
entrada fué cubierta con peñas, sin que hasta hoy haya podido
descubrirse el sitio donde ella existió.
Los parientes de la mujer de Salcedo inundaron la mina, haciendo estéril
para los asesinos del justicia mayor el crimen a que la codicia los
arrastrara.
Carmen, la desolada viuda, había desaparecido, y es fama que se sepultó
viva en uno de los corredores de la mina.
Muchos sostienen que la mina de Salcedo era la que hoy se conoce con el
nombre del _Manto_. Este es un error que debemos rectificar. La
codiciada mina de Salcedo estaba entre los cerros Laycacota y
Cancharani.
El virrey, conde Lemos, en cuyo período de mando tuvo lugar la
canonización de Santa Rosa, murió en diciembre de 1673, y su corazón fué
enterrado bajo el altar mayor de la iglesia de los Desamparados.
Las armas de este virrey eran, por Castro, un sol de oro sobre gules.
En cuanto a los descendientes de los hermanos Salcedo, alcanzaron bajo
el reinado de Felipe V la rehabilitación de su nombre y el título de
marqués de Villarrica para el jefe de la familia.
RACIMO DE HORCA
CRÓNICA DE LA ÉPOCA DEL VIGÉSIMO VIRREY DEL PERÚ
I
_Mi buen amigo y alcalde don Rodrigo de Odría:_
_Hanme dado cuenta de que, en deservicio de Su Majestad y en agravio de
la honra que Dios me dió, ha delinquido torpemente Juan de Villegas,
empleado en esta Caja real de Lima. Por ende procederéis, con la mayor
presteza y cuidando de estar a todo apercibido y de no dar campo para
grave escándalo, a la prisión del antedicho Villegas, y fecha que sea y
depositado en la cárcel de corte, me daréis inmediato conocimiento._
_Guarde Dios a vuesa merced muchos años._
EL CONDE DE CASTELLAR.
_Hoy 10 de septiembre de 1676._
Sentábase a la mesa en los momentos en que, llamando a coro a los
canónigos, daban las campanas la _gorda_ para las tres, el alcalde del
crimen don Rodrigo de Odría, y acababa de echar la bendición al pan,
cuando se presentó un alguacil y le entregó un pliego, diciéndole:
--De parte de su excelencia el virrey, y con urgencia.
Cabalgó las gafas sobre la nariz el honrado alcalde, y después de
releer, para mejor estimar los conceptos, la orden que dejamos copiada,
se levantó bruscamente y dijo al alguacil, que era un mozo listo como
una avispa:
--¡Hola, Güerequeque! Que se preparen ahora mismo tus compañeros, que
nos ha caído trabajo, y de lo fino.
Mientras se concertaban los alguaciles, el alcalde paseaba por el
comedor, completamente olvidado de que la sopa, el cocido y la ensalada
esperaban que tuviese a bien hacerles los honores cotidianos. Como se
ve, el bueno de don Rodrigo no era víctima del pecado de gula; pues su
comida se limitaba a sota, caballo y rey, sazonados con la salsa de San
Bernardo.
--Ya me daba a mí un tufillo que este don Juan no caminaba tan derecho
como Dios manda y al rey conviene. Verdad que hay en él un aire de tuno
que no es para envidiado, y que no me entró nunca por el ojo derecho a
pesar de sus zalamerías y dingolodangos. Y cuando el virrey que ha sido
su amigote me intima que le eche la zarpa, ¡digo si habrá motivo
sobrado! A cumplir, Rodrigo, y haz de ese caldo tajadas, quien manda,
manda, y su excelencia no gasta buenas pulgas. Adelante, que no hay más
bronce que años once, ni más lana que no saber que hay mañana.
Y plantándose capa y sombrero, y empuñando la vara de alcalde, se echó a
la calle, seguido de una chusma de corchetes, y enderezó a la esquina
del Colegio Real.
Llegado a ella, comunicó órdenes a sus lebreles, que se esparcieron en
distintas direcciones para tomar todas las avenidas e impedir que
escapase el reo, que, a juzgar por los preliminares, debía ser pájaro de
cuenta.
Don Rodrigo, acompañado de cuatro alguaciles, penetró en una casa en la
calle de Ildefonso, que según el lujo y apariencias no podía dejar de
ser habitada por persona de calidad.
Don Juan de Villegas era un vizcaíno que frisaba en los treinta y cinco
años, y que llegó a Lima en 1674 nombrado para un empleo de sesenta
duros al mes, renta asaz mezquina aun para el puchero de una mujer y
cuatro hijos, que comían más que un cáncer en el estómago. De repente, y
sin que le hubiese caído lotería ni heredado en América a tío
millonario, se le vió desplegar gran boato, dando pábulo y comidilla al
chichisbeo de las comadres del barrio y demás gente cuya ocupación es
averiguar vidas ajenas. Ratones arriba, que todo lo blanco no es harina.
Don Juan dormía esa tarde, y sobre un sofá de la sala, la obligada
siesta de los españoles rancios, y despertó, rodeado de esbirros, a la
intimación que le dirigió el alcalde.
--¡Por el rey! Dése preso vuesa merced.
El vizcaíno echó mano de un puñal de Albacete que llevaba al cinto y se
lanzó sobre el alcalde y su comitiva, que aterrorizados lo dejaron salir
hasta el patio. Mas Güerequeque, que había quedado de vigía en la puerta
de la calle, viendo despavoridos y maltrechos a sus compañeros, se quitó
la capa y con pasmosa rapidez la arrojó sobre la cabeza del delincuente,
que tropezó y vino al suelo: entonces toda la jauría cayó sobre el
caído, según es de añeja práctica en el mundo, y fuertemente atado
dieron con él en la cárcel de corte, situada en la calle de la
Pescadería.
--¡Qué cosas tan guapas--murmuraba don Rodrigo por el camino--hemos de
ver el día del juicio en el valle de Josafat! Sabios sin sabiduría,
honrados sin honra, volver cada peso al bolsillo de su legítimo dueño, y
a muchos hijos encontradizos del verdadero padre que los engendró.
Algunos pasarán de rocín a ruin. ¡Qué bahorrina, Señor, qué bahorrina!
Bien barruntaba yo que este don Juan tenía cara de beato y uñas de
gato... ¡Nada! Al capón que se hace gallo, descañonarlo; que como dice
la copla:
_Arbol tierno aunque se tuerza_
_recto se puede poner;_
_pero en adquiriendo fuerza_
_no basta humano poder._
Tres meses después, Juan de Villega, que previamente recibió doscientos
ramalazos por mano del verdugo, marchaba en traílla con otros criminales
al presidio de Chagres, convicto y confeso del crimen de defraudador del
real tesoro, reagravado con los de falsificación de la firma del virrey
y resistencia a la justicia.
Cuando el virrey conde de Castellar, que a la sazón contaba cuarenta y
seis años, vino a Lima, trajo en su compañía, entre otros empleados que
habían comprado sus cargos en la corte, a don Juan de Villegas. Durante
el viaje tuvo ocasión de frecuentar el trato del virrey, que le tomó
algún cariño y lo invitaba a veces a comer en palacio... Pero caigo en
cuenta que estoy hablando del virrey sin haberlo presentado en forma a
mis lectores. Hagamos, pues, conocimiento con su excelencia.
II
Don Baltasar de la Cueva, conde de Castellar y de Villa-Alonso, marqués
de Malagón, señor de las villas de Viso, Paracuellos, Fuente el Fresno,
Porcuna y Benarfases, natural de Madrid, hijo segundo del duque de
Alburquerque, caballero de Santiago, alguacil mayor perpetuo de la
ciudad de Toro, alfaqueque de Castilla y vigésimo virrey del Perú, entró
en Lima el 15 de agosto de 1674, _ostentando_--dice un historiador--_en
acémilas lujosamente ataviadas la opulencia que solían sacar otros
virreyes_. El pueblo pensó, y pensó juiciosamente, que don Baltasar no
venía en pos de logros y granjerías, sino en busca de honra, y lo acogió
con vivo entusiasmo.
Sus primeros actos administrativos fueron organizar la escuadra en
previsión de ataques piráticos, artillar Valparaíso, fortificar Arica,
Guayaquil y Panamá, y reparar los muros del Callao, aumentando a la vez
su guarnición.
En el orden civil y en el orden religioso dictó acertadísimas
disposiciones. Dió respetabilidad a los tribunales; fué celoso guardián
del patronato, sosteniendo graves querellas con el arzobispo; reformó la
Universidad; creó fondos para el sostenimiento del hospital de Santa
Ana, y promulgó ordenanzas para moderar el lujo de los coches y
tumultos, para impedir los desafíos y mejorar otros ramos de policía.
En Hacienda realizó varias economías en los gastos públicos, castigó con
extremo rigor los abusos de los corregidores, y practicó minuciosa
inspección de las cajas reales. Por resultado de ella marcharon al
presidio de Valdivia varios empleados fiscales, se ahorcó al tesorero de
Chuquiavo, y confiscados los bienes de los culpables, recuperó el tesoro
algunos realejos. Ningún libramiento se pagaba si no llevaba el
_cúmplase_ de letra del virrey, y con su firma al pie. Muchos de estos
documentos fueron falsificados por Villegas.
Hablando de tan ilustre virrey, dice Lorente:
«Oía a todos en audiencias públicas y secretas, sin tener horas
reservadas ni porteros que impidieran hablarle, y daba por sí mismo
decretos y órdenes, con admiración de los limeños, que ponderaban no
haber observado actividad igual en el trabajo, ni forma semejante de
administración en ninguno de los virreyes anteriores.
Pocos años hace que un prestidigitador (Paraff) ofreció sacar del cobre
oro en abundancia. Establecióse en Chile, donde organizó una Sociedad
cuyos accionistas sembraron oro, que fué a esconderse en las arcas de
Paraff, y cosecharon cobre de mala ley.
Algo parecido sucedió en tiempo del conde de Castellar, sólo que allí no
hubo bellaco embaucador, sino inocente visionario. Sigamos a Mendiburu
en la relación del hecho.
Don Juan del Corro, uno de los principales azogueros del Potosí, expuso
al gobierno que había encontrado un nuevo método de beneficiar metales
de plata, dando de aumento en unos la mitad, en otros la tercera o
cuarta parte, y en todos un ahorro de azogue de cincuenta por ciento,
solicitando en pago de su descubrimiento mercedes de la corona. El
presidente de Charcas, el corregidor, los oficiales reales de Potosí, y
muchos mineros y azogueros informaron favorablemente. El virrey puso en
duda la maravilla, y envió a Potosí comisionados de su entera confianza
para que hiciesen nuevos experimentos prácticos.
Tres o cuatro meses después llegaba una tarde a Lima un propio,